El mundo se partía. Se partía en dos, tal vez. No se podía vislumbrar el
final de aquella grieta gigante decidiendo su futuro ahora. Y cuando culminó,
se vio arrojada a la ranura entre los bordes de la Tierra, sobrantes, que se
desprendían uno del otro para vagar por siempre a través del espacio sin
sentido alguno. Lloraba ella con el dolor de su alma, al no haber sabido
terminar bien las cosas.
Todo llegaba a su fin. Ella se volcaba al vacío.
Pero mientras atravesaba el espacio a 9.8 metros sobre segundo al cuadrado,
mientras el mundo se iba partiendo al paso que ella caía, para cederle el
lugar, el hombre que sostenía al mundo, sin propósito en su vida ya, sin mundo
que sostener ahora, la tomó entre sus fuertes brazos y la detuvo. Ahí estaba. Vivo.
Real. El misterio infinito por fin develado.
Ella era su mundo ahora. Ella era por lo único que debía preocuparse. Ella
ocupó el lugar vació entre sus manos, entre sus brazos, cuando la esfera
redonda en la que habitaba esa chica se vio reducida a piezas de un
rompecabezas sin armar.
Ella creía en él. Y no podía sentirse más segura. Sabía que terminaría ahí
una y otra vez. En los brazos del hombre que sostenía al mundo.